Si en una entrevista de trabajo me preguntasen por un defecto y una virtud (míos)
tengo una respuesta comodín para ambas opciones: soy muy perfeccionista. Nunca he
sabido del todo si eso es algo bueno o malo pero, en m i caso, es. Así que no puedo
obviarlo. Al menos si quiero ser intelectualmente honesta (y más me vale serlo para
aprender de mis errores y mejorar). Lo curioso es que, para bien y para mal, los efectos de
mi perfeccionismo tienen ansias de expansión, y alcanzan por igual tanto a personas que
quizás no quieran ser alcanzadas, como — espero— a personas que, en el fondo, lo pueden
llegar a agradecer.
Cuando en una visitilla de viernes por la tarde el Oráculo de Delfos le dijo al griego
Querefonte que su amigo Sócrates “era el hombre más sabio” y corrió a contárselo, el
barbudo alucinó. Pero después de reflexionar por qué diantres el Oráculo pensaba algo así,
llegó a una conclusión: que el ser consciente de su propia ignorancia y de la de aquellos
que le rodeaban le hacía más sabio que el resto de supuestos “sabios”, porque ellos no
sabían que no lo sabían todo.
De ahí la importancia de conocerse a uno mismo; conocimiento que en el ámbito
intelectual se traduce en una combinación de “confianza en las propias fuerzas y humildad”,
como bien señala el profesor Nubiola en El taller de la filosofía. Pues bien, a esa confianza
en lo que “uno es capaz de hacer por sí solo” —y que no está reñida con el realismo—
Tomás de Aquino la llamaba “magnanimidad” (Nubiola, 56) y viene a ser, en palabras de
Nubiola, el “concebirse a sí mismo con la responsabilidad de aportar algo, sino a la historia
de la filosofía, al menos a los que le rodean”.
Cuando he dicho que mi perfeccionismo a veces puede agradecerse, pensaba
precisamente en la última frase: en cómo pueden beneficiarse de él los que me rodean. Y
pensaba en mis futuros alumnos, porque sé que cuando preparo una clase, la preparo en
profundidad y pensando en ellos en todo momento: en cómo engancharles, cómo
entusiasmarles, cómo transmitirles mi pasión por la filosofía, etc. Y para lograrlo intento
cuidar hasta el detalle más tonto. Ahora, entiendo que si el trabajo de preparación de una
clase es en grupo, puedo llegar a ser un tormento para mis compañeros, y reconozco que
me sale una vena hitleriana que debería controlar. Ese es, entonces, el punto en el que el
despliegue de mi afán de perfección en los demás puede ser no deseado.
Pero, ¿y en mí? ¿En qué se traduce esta realidad? Nubiola detecta rápidamente el
lado negativo para uno mismo: que el querer cubrir un tema “exhaustivamente” y agotarlo,
termina abocando al escepticismo (Nubiola, 56) y, añado, al estrés y al sentimiento de
culpa. Porque todos somos humanos y “todo lo humano es siempre provisional, mejorable,
corregible” (Nubiola, 51) y ampliable. Por ti, o por otro ser humano. El problema en mi caso
es que a veces se me olvida esto, y me exigo más de lo que debería. Y he ahí cuando el
perfeccionismo se convierte en un lastre en una entrevista de trabajo.
A mí, la conciencia de mis límites, de lo que ignoro y de todo lo que me queda por
hacer, me sobra, por desgracia. Y me abruma. Sócrates estaría orgulloso, pero a mí me
mata ese don de solo mirar lo que no sé, en vez de prestar atención a todo lo que sí sé y
hago bien. Supongo, por lo tanto, que la gran beneficiada de este rasgo mío nunca seré
yo… A menos que empiece a aspirar no a “la perfección”, sino a mi “perfeccionamiento”
(Nubiola, 50), con vistas a poder compartir sus frutos.
Lo que sí que puedo decir a viva voz, y tomando de nuevo unas palabras de
Nubiola, es que dando clases de filosofía “hago lo que amo” y disfruto al máximo con ello.
Por lo tanto,, tanto si sigo siendo una “enana a hombros de gigantes” en la historia de los
profesores de filosofía, como si llego a ser una gigantilla con enanos en el hombro, me
conformaré de momento con ser “la profe” que a mí me hubiera gustado tener.
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