Del tercer capítulo de El taller de la Filosofía, de Jaime Nubiola, me gustaría destacar una idea sobre la escritura: aquella de que el 90% de un trabajo creativo es trabajo, sudor y lágrimas —aunque sean de alegría— y solo el 10% inspiración. Si quiero llamar la atención sobre este dato, que comparto, es porque, a menudo, cuando leemos algo bueno, creemos que sucede al contrario: que estamos ante un escritor que es un genio y que expira letras cada vez que respira.
Es curioso cómo, al contemplar una obra de arte pictórica de cierta complejidad o una obra musical, parece más fácil reconocer el trabajo y las horas que hay detrás que cuando lees un buen artículo de opinión en la versión online del periódico, o una buena columna. En este último caso solemos limitarnos a pensar “qué bien escribe este tío”, en vez de decir “cuántas horas hay detrás de esto”. Quizás se deba a que, en el caso del arte, nosotros no nos vemos capaces de crear nada parecido.
Pero es que, si un texto es bueno, es porque lleva muchas horas anotadas al pie. En el caso del periodismo, al que me he autoredirigido —porque me resulta más familiar que el de la escritura de una tesis doctoral y porque es en el que me he movido los últimos años— es porque su autor ha leído mucho, ha escrito mucho, ha buscado noticias sobre el tema del que escribe y ha contrastado opiniones de otros periodistas y de lo que dicen los expertos y la gente de la calle, antes de elaborar la suya propia.
Sé por experiencia que la inspiración no baja de las nubes en un momento de fervorosa iluminación, sino que llega o bien justo antes, o bien justo después del trabajo, pero siempre de la mano. Si llega antes, será el empuje para empezar a leer e investigar, buscar datos, ejemplos y anécdotas que ilustren y apoyen la idea que has tenido. Y si llega después, servirá para darle esa forma atractiva y original al trabajo que llevas horas preparando. Pero sin lectura, sin investigación, la inspiración no cobra vida.
Como futuros profesores, es importante que recordemos esto a nuestros alumnos. Porque no se trata de “escribir bien” y ya. A escribir bien se aprende. Y se aprende leyendo, escribiendo y trabajando. Se aprende escuchando los consejos de tu profesor, leyendo lo que escriben otros, y desarrollando por último tu propia creatividad, pero con los ingredientes previos en el buche.
Respecto al tema del que escribas, creo que, como dice Nubiola, es importante que el texto esté enraizado en la “biografía personal”, en aquello que nos interesa, que nos preocupa, que nos interpela. Y es importante que tengamos esto en mente a la hora de mandarles escribir a nuestros alumnos. Si queremos que de verdad disfruten escribiendo, debemos dejarles un cierto margen en la elección del tema, ya que siempre habrá espacio para delimitar en el momento de establecer los criterios de evaluación, el estilo, etc.
De lo contrario, los alumnos percibirán la tarea de la escritura como algo impuesto, que no apetece. Pero si conseguimos que escriban sobre algo que les guste, será más sencillo que
empiecen a ver este mundo como algo atractivo, terapéutico, y que sean ellos mismos los que pidan consejo acerca de cómo comunicar mejor lo que piensan. En cualquier caso, la libertad y los márgenes de los que hablo, no implican una ausencia total de indicaciones, ya que, en palabras del autor del libro comentado, “el caballo de carreras necesita de riendas y estribos” que, lejos de “limitar su creatividad”, le permitan “ganar la carrera”.
Tomémonos, pues, este capítulo de El taller de la Filosofía, como una invitación a ser buenos aurigas. Aurigas de nuestros alumnos, y aurigas de dos caballos igualmente blancos: el trabajo y la inspiración.
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