sábado, 11 de marzo de 2017

El equipo de naipes

Quienes cultivan el amor a la verdad cultivan también la amistad con los demás que buscan la sabiduría. Los filósofos no somos náufragos solitarios.
La metáfora de los naipes, que el autor de El Taller de la Filosofía utiliza en el último capítulo del libro[1], así como las repetidas referencias a la “comunidad de investigación”, le han puesto nombre a la relación que se forjó, durante los últimos cinco años, entre los compañeros de mi clase de Filosofía y Periodismoen la universidad.
Y es que después de tantos años, de tantas clases, lecturas, apuntes y exámenes, lo que aprendí… lo aprendí gracias a ellos. Sí, como buenos estudiantes que éramos hubiéramos podido sobrevivir por nuestra cuenta pero, ¿queríamos solo sobrevivir? No. Queríamos mucho más, queríamos disfrutar con lo que hacíamos, con lo que leíamos y estudiábamos, y el mejor método era compartirlo, convertir nuestros conocimientos, interpretaciones y opiniones en un juego en equipo, dándole vueltas a cada idea peregrina —o no tan peregrina— sin la intención de extraer una solución ganadora.
Y así fue como ganamos todos. En Filosofía, leíamos, resumíamos y nos explicábamos unos a otros las obras y autores, ofreciéndose voluntario en cada ocasión el alumno que mejor lo hubiera entendido. Durante estos años, asaltamos aulas y seminarios sin piedad, llenamos de letra sus pizarras blancas y desarrollamos un fuerte sentimiento de admiración los unos por los otros. Y en Periodismo… en esta carrera los de la doble pusimos en práctica otro de los grandes conceptos de este cuarto capítulo: el del “lector de confianza”, aquel del que no solo esperas “comprensión y aprecio”, sino sobre todo, “claridad, estímulo y orientación”[2].
Porque todos sabemos decirle a un buen amigo lo bien que escribe, lo mucho que nos gustan todos los textos que nos pasa y que “no tenemos nada más que añadir”. Pero, ¿cuántas personas habéis encontrado vosotros, escritores, que hayan cogido vuestros relatos y, después de leerlos en profundidad y felicitarte por el resultado, se hayan puesto los guantes, el buzo y las gafas para sumergirse en ellos con el objetivo de mejorarlos aún más? ¿Cuántos lectores amigos habéis encontrado que os digan “me gusta este título, pero si quitas esta palabra, o la cambias por esta otra, sería aún más explosivo? ¿O que te digan: “Este párrafo sobra”, “pásalo al final”, “quita esta frase que no se entiende” o que añadan al margen un “jajaja, buenísimo”?
Pregunto, porque sí yo los he conocido. Yo he convivido con unos especímenes así, que sabían dejar la diplomacia a un lado y preocuparse de verdad por perseguir juntos la excelencia, por aceptarse mutuamente y fomentar lo bueno que les distinguía[3]. Por eso, echando la vista atrás me atrevería a decir que, quizás, no sepa demasiado de filosofía, o al menos ni un cuarto de lo que me gustaría saber, pero que durante todos estos años he filosofado… y mucho, lo tengo muy claro. Gracias a mi equipo de naipes.



[1] Nubiola, Jaime, El taller de la filosofía, Eunsa, p. 206.
[2] Íbid., p.203.
[3] Cfr. Íbid, p.203. 

El trabajo, compañero de la inspiración

Del tercer capítulo de El taller de la Filosofía, de Jaime Nubiola, me gustaría destacar una idea sobre la escritura: aquella de que el 90% de un trabajo creativo es trabajo, sudor y lágrimas —aunque sean de alegría— y solo el 10% inspiración. Si quiero llamar la atención sobre este dato, que comparto, es porque, a menudo, cuando leemos algo bueno, creemos que sucede al contrario: que estamos ante un escritor que es un genio y que expira letras cada vez que respira.

Es curioso cómo, al contemplar una obra de arte pictórica de cierta complejidad o una obra musical, parece más fácil reconocer el trabajo y las horas que hay detrás que cuando lees un buen artículo de opinión en la versión online del periódico, o una buena columna. En este último caso solemos limitarnos a pensar “qué bien escribe este tío”, en vez de decir “cuántas horas hay detrás de esto”. Quizás se deba a que, en el caso del arte, nosotros no nos vemos capaces de crear nada parecido.
Pero es que, si un texto es bueno, es porque lleva muchas horas anotadas al pie. En el caso del periodismo, al que me he autoredirigido —porque me resulta más familiar que el de la escritura de una tesis doctoral y porque es en el que me he movido los últimos años— es porque su autor ha leído mucho, ha escrito mucho, ha buscado noticias sobre el tema del que escribe y ha contrastado opiniones de otros periodistas y de lo que dicen los expertos y la gente de la calle, antes de elaborar la suya propia.

Sé por experiencia que la inspiración no baja de las nubes en un momento de fervorosa iluminación, sino que llega o bien justo antes, o bien justo después del trabajo, pero siempre de la mano. Si llega antes, será el empuje para empezar a leer e investigar, buscar datos, ejemplos y anécdotas que ilustren y apoyen la idea que has tenido. Y si llega después, servirá para darle esa forma atractiva y original al trabajo que llevas horas preparando. Pero sin lectura, sin investigación, la inspiración no cobra vida.
Como futuros profesores, es importante que recordemos esto a nuestros alumnos. Porque no se trata de “escribir bien” y ya. A escribir bien se aprende. Y se aprende leyendo, escribiendo y trabajando. Se aprende escuchando los consejos de tu profesor, leyendo lo que escriben otros, y desarrollando por último tu propia creatividad, pero con los ingredientes previos en el buche.

Respecto al tema del que escribas, creo que, como dice Nubiola, es importante que el texto esté enraizado en la “biografía personal”, en aquello que nos interesa, que nos preocupa, que nos interpela. Y es importante que tengamos esto en mente a la hora de mandarles escribir a nuestros alumnos. Si queremos que de verdad disfruten escribiendo, debemos dejarles un cierto margen en la elección del tema, ya que siempre habrá espacio para delimitar en el momento de establecer los criterios de evaluación, el estilo, etc.

De lo contrario, los alumnos percibirán la tarea de la escritura como algo impuesto, que no apetece. Pero si conseguimos que escriban sobre algo que les guste, será más sencillo que
empiecen a ver este mundo como algo atractivo, terapéutico, y que sean ellos mismos los que pidan consejo acerca de cómo comunicar mejor lo que piensan. En cualquier caso, la libertad y los márgenes de los que hablo, no implican una ausencia total de indicaciones, ya que, en palabras del autor del libro comentado, “el caballo de carreras necesita de riendas y estribos” que, lejos de “limitar su creatividad”, le permitan “ganar la carrera”.

Tomémonos, pues, este capítulo de El taller de la Filosofía, como una invitación a ser buenos aurigas. Aurigas de nuestros alumnos, y aurigas de dos caballos igualmente blancos: el trabajo y la inspiración.

En busca de tu alter ego

¿Quien no se ha fijado alguna vez en los misteriosos numeritos que hay en la parte
posterior de nuestro DNI? Concretamente, en el número que aparece en la segunda línea;
la cifra más solitaria y misteriosa del documento, que arrastra toda una leyenda en torno a
él. La versión más extendida dice que se refiere al número de personas que se llaman igual
que tú. Y aunque ha sido desmitificada, ¿quién no se ha imaginado alguna vez reuniéndose
con esas cinco — en mi caso — personas que comparten con uno algo tan identitario como
el nombre y apellidos?

Pues bien, yo leo para encontrar a esos “cinco” — ojalá más — escritores cuyos textos,
como dice Jaime Nubiola en El taller de la filosofía, dan “la punzante impresión” de haber sido redactados para uno [p.84].

Porque no hay nada más estimulante en el mundo de la lectura que el verte reflejado en
las palabras de otro. Estoy de acuerdo en que “muy a menudo aprendemos más sobre
nosotros mismos” escuchando lo que otros piensan o dicen de nosotros, “o incluso de sí
mismos”, por contraste o semejanza [p.87 ]. Es decir, a veces, al escuchar a un compañero dando
su opinión sobre un tema cualquiera, podemos reconocernos en sus palabras, y lo mismo
sucede cuando no compartimos de ninguna manera lo que piensa: eso nos informa de
cómo pensamos nosotros, cómo somos, cómo actuamos, etc.

Por todo esto, creo que debemos incluir en ese grupito de informadores a los libros, los
textos o artículos de autores que nos interpelan. O más concretamente: a los fragmentos de
esas obras que te hacen saltar del asiento — o pegarte en la cabeza con la barra del metro si
los lees de pie — . A esos fragmentos que te obligan a sacar el lápiz — que según George
Steiner todo intelectual debe llevar en el bolsillo — y a marcar con corazones el párrafo
revelador.

Hasta que leí este capítulo de El Taller de la Filosofía pensaba que me faltaba un hervor
cuando tenía deseos de gritar: ¡Eureka!, y salir corriendo de la bañera, como hiciera en su
día Arquímedes al averiguar la forma de medir el volumen de los cuerpos irregulares. Pero
ahora he comprendido que no solo no es algo raro, sino que debería ser uno de los fines de
cualquier lector: lanzarse a la búsqueda incansable de los numeritos del DNI, de los
escritores que te digan algo nuevo sobre ti mismo o que expliquen con palabras que tú
nunca fuiste capaz de emplear ideas compartidas. Y cuando los encuentres, guárdalos,
anótalos: al margen, en una libreta, en tu ordenador, en un archivador. Donde sea.

Porque aunque hayan pasado veintitrés siglos del descubrimiento de Arquímedes, la
inspiración sigue siendo iguald de inesperada, y a ti puede pillarte en el sofá, en la
biblioteca o esperando en la parada del autobús, pero, como dicen por ahí, “que te pille
trabajando”. O en este caso, con un lápiz entre las manos. Atrapa esas palabras que te han
hecho clic y no las sueltes, serán el comienzo de una nueva página que ya no estará en
blanco.

Ser perfeccionista: ¿un premio o un castigo?

Si en una entrevista de trabajo me preguntasen por un defecto y una virtud (míos)
tengo una respuesta comodín para ambas opciones: soy muy perfeccionista. Nunca he
sabido del todo si eso es algo bueno o malo pero, en m i caso, es. Así que no puedo
obviarlo. Al menos si quiero ser intelectualmente honesta (y más me vale serlo para
aprender de mis errores y mejorar). Lo curioso es que, para bien y para mal, los efectos de
mi perfeccionismo tienen ansias de expansión, y alcanzan por igual tanto a personas que
quizás no quieran ser alcanzadas, como — espero— a personas que, en el fondo, lo pueden
llegar a agradecer.

Cuando en una visitilla de viernes por la tarde el Oráculo de Delfos le dijo al griego
Querefonte que su amigo Sócrates “era el hombre más sabio” y corrió a contárselo, el
barbudo alucinó. Pero después de reflexionar por qué diantres el Oráculo pensaba algo así,
llegó a una conclusión: que el ser consciente de su propia ignorancia y de la de aquellos
que le rodeaban le hacía más sabio que el resto de supuestos “sabios”, porque ellos no
sabían que no lo sabían todo.

De ahí la importancia de conocerse a uno mismo; conocimiento que en el ámbito
intelectual se traduce en una combinación de “confianza en las propias fuerzas y humildad”,
como bien señala el profesor Nubiola en El taller de la filosofía. Pues bien, a esa confianza
en lo que “uno es capaz de hacer por sí solo” —y que no está reñida con el realismo—
Tomás de Aquino la llamaba “magnanimidad” (Nubiola, 56) y viene a ser, en palabras de
Nubiola, el “concebirse a sí mismo con la responsabilidad de aportar algo, sino a la historia
de la filosofía, al menos a los que le rodean”.

Cuando he dicho que mi perfeccionismo a veces puede agradecerse, pensaba
precisamente en la última frase: en cómo pueden beneficiarse de él los que me rodean. Y
pensaba en mis futuros alumnos, porque sé que cuando preparo una clase, la preparo en
profundidad y pensando en ellos en todo momento: en cómo engancharles, cómo
entusiasmarles, cómo transmitirles mi pasión por la filosofía, etc. Y para lograrlo intento
cuidar hasta el detalle más tonto. Ahora, entiendo que si el trabajo de preparación de una
clase es en grupo, puedo llegar a ser un tormento para mis compañeros, y reconozco que
me sale una vena hitleriana que debería controlar. Ese es, entonces, el punto en el que el
despliegue de mi afán de perfección en los demás puede ser no deseado.

Pero, ¿y en mí? ¿En qué se traduce esta realidad? Nubiola detecta rápidamente el
lado negativo para uno mismo: que el querer cubrir un tema “exhaustivamente” y agotarlo,
termina abocando al escepticismo (Nubiola, 56) y, añado, al estrés y al sentimiento de
culpa. Porque todos somos humanos y “todo lo humano es siempre provisional, mejorable,
corregible” (Nubiola, 51) y ampliable. Por ti, o por otro ser humano. El problema en mi caso
es que a veces se me olvida esto, y me exigo más de lo que debería. Y he ahí cuando el
perfeccionismo se convierte en un lastre en una entrevista de trabajo.

A mí, la conciencia de mis límites, de lo que ignoro y de todo lo que me queda por
hacer, me sobra, por desgracia. Y me abruma. Sócrates estaría orgulloso, pero a mí me
mata ese don de solo mirar lo que no sé, en vez de prestar atención a todo lo que sí sé y
hago bien. Supongo, por lo tanto, que la gran beneficiada de este rasgo mío nunca seré
yo… A menos que empiece a aspirar no a “la perfección”, sino a mi “perfeccionamiento”
(Nubiola, 50), con vistas a poder compartir sus frutos.

Lo que sí que puedo decir a viva voz, y tomando de nuevo unas palabras de
Nubiola, es que dando clases de filosofía “hago lo que amo” y disfruto al máximo con ello.
Por lo tanto,, tanto si sigo siendo una “enana a hombros de gigantes” en la historia de los
profesores de filosofía, como si llego a ser una gigantilla con enanos en el hombro, me
conformaré de momento con ser “la profe” que a mí me hubiera gustado tener.