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Como buen filósofo analítico, a Bertrand Russell le falta tiempo para señalar, ya en el primer párrafo1, que mediante el estudio de los principios del simbolismo podremos salir de la influencia de un lenguaje que a menudo confunde y lleva a error.
Como buen filósofo analítico, a Bertrand Russell le falta tiempo para señalar, ya en el primer párrafo1, que mediante el estudio de los principios del simbolismo podremos salir de la influencia de un lenguaje que a menudo confunde y lleva a error.
El
propósito que persigue en este texto es exponer el concepto de
“vaguedad” y probar que “todo el lenguaje es vago”. Para
ello se sirve de varios ejemplos ilustrativos como son la palabra
“rojo”, en representación de todas aquellas palabras que
describen cualidades sensibles, o “calvicie”. Después pasará a
las palabras cuantitativas como “segundo” y a los nombres
propios, para concluir que todas aquellas palabras en cuya definición
intervenga un elemento sensible son vagas. Del mismo modo, explica,
las palabras lógicas, por el mero hecho de ser empleadas por
personas, también lo son, aunque en menor medida. Expongo estos
ejemplos porque considero que es gracias a los mismos por lo que se
comprende verdaderamente adónde quiere llevarnos el autor. En
efecto, como él mismo afirma, son los casos cotidianos los que
prueban la vaguedad de la mayor parte del conocimiento2,
y gracias a las referencias a estos el texto capta nuestra atención
hasta el final.
Particularmente,
encuentro sugerente lo referido a la vaguedad del conocimiento
sensorial, tan bien ilustrada con el ejemplo del vaso de agua.
Explica cómo hay muchas cosas que aunque no podamos distinguirlas a
simple vista, producen, sin embargo, efectos diferentes. En este
punto, reconozco la importancia de conocer las limitaciones de
nuestro conocimiento. Tenemos que ser conscientes de que no todo es
como parece y de que hay que echar mano de un “microscopio”
cuando sea necesario, porque por desgracia, muchas veces las
consecuencias de la ignorancia pueden ser peores que pescar el tifus.
Ahora
bien, aunque estoy de acuerdo con varias de las explicaciones que da
para que comprendamos el concepto de “vaguedad”, sin embargo, la
sensación tras la lectura ha sido de un cierto desasosiego:
¿en verdad no es posible trazar los límites precisos de ningún
concepto? ¿“Delimitar la zona de penumbra”, como afirma Russell?
Él señala que “afortunadamente” no lo es, pero discrepo del uso
de ese adverbio. Me explico, es cierto que son
muchos los conceptos vagos, pero extender la vaguedad a absolutamente
todo el conocimiento me parece excesivo. No sé en qué color
pensaría Russel cuando escuchaba la palabra “rojo”, pero estoy
segura de que en una reunión de personajes de cuento reconocería a
Caperucita Roja aunque se le hubiese descolorido la capa con la
lluvia. Del mismo modo, dado que, según él, al tratar con la muerte
se empieza a desdibujar el concepto “hombre”, me pregunto qué
pensaría si al morir le hubiesen plantado en una huerta de
albaricoques. Quién sabe si en esa zona de penumbra, en la que las
palabras se tornan cuestionables, no podría ser confundido con una
fruta. ¡La oscuridad es lo que tiene! A mí sin ir más lejos, me
gustaría ser recordada en un futuro como “M. Teresa Ausín
Martínez” con independencia del estado de descomposición de mi
cuerpo, por lo que no considero necesario que nadie trace el límite
en el que la posesión del mismo me fuera arrebatada. Lo que quiero
decir es que en la vida real, que es la que cuenta, nadie va a
sacarse un reloj de arena del bolsillo para decirnos “ahora sí, a
partir de...ya, te llamas M. Teresa”. Si ahí no hay límites es
porque tampoco es preciso trazarlos. Me parece angustioso cómo
Russell trata de aplicar el concepto de “vaguedad” a
absolutamente todo el conocimiento. Resulta curioso ver cómo algunos
filósofos -me abstendré de decir un número- encuentran tan
complicado limitarse a hacer afirmaciones lógicas y coherentes sin
radicalizarlas, en un intento no sé si de innovar o de que se
levanten en armas contra ellos.
Al
final del texto, Russell señala que “el hecho de que el
significado sea una relación multívoca es la manifestación de que
todo lenguaje es más o menos vago”3.
Sin embargo, y aprovechando para llevar los ejemplos a terrenos
empalagosos, lo encuentro matizable. Pongamos el caso de una mirada
enamorada: pensemos en ese chico que mira a su compañera de clase
como si no hubiese final. Absolutamente todo el mundo se da cuenta,
salvo ella. ¿Es una mirada vaga? ¡Todo lo contrario! La vaga es
ella, que está tan entretenida hablando por el wassap que ni le ha
mirado, y cuando lo ha hecho, tenía la mente en otra parte. En este
caso, la mirada era clara, precisa, de amor incondicional, porque
esas cosas no se pueden disimular. Por mucho que el chico intentase
poner una mirada “vaga” para hacerse el “interesante” no
habría podido, estoy segura. No sé si este caso se sale del tema
explicado por Russell, pero lanzo una pregunta, y que la coja quien
quiera: ¿la vaguedad está solo en el lenguaje o es posible que la
incorporemos nosotros con nuestras distintas interpretaciones y
percepciones, difuminando unos límites que en muchos casos sí que
están?
1B.
Russell, “Vaguedad”, Antología Semántica, Ed.
Nueva Visión, Buenos aires, 1960. El ensayo hace referencia a este
artículo, cuyo título original es “Vagueness”.
2B.
Russell, “Vaguedad” p. 23.
3B.
Russell, “Vaguedad”, p. 22.
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